jueves, 28 de noviembre de 2013

Los Papas de Aviñón...‏

 

Estos días se habla del gran Festival de teatro de Aviñón. Entre otras razones, porque está llamando poderosamente la atención la puesta en escena que el director suizo Christoph Marthaler está realizando con su espectáculo Papperlapapp, algo así como un blablablá en alemán. Como era de esperar, el espectáculo ridiculiza el boato, el lujo, las ambiciones y las intrigas de los papas de Aviñón, que provocaron el “Gran Cisma”, desde 1378 hasta 1417.

Esta historia es bien conocida y no es éste el momento de repetirla. Lo que quiero destacar aquí es que, una vez más, la historia y el arte escénico nos recuerdan hechos dolorosos, que fomentan (pretendiéndolo o no) lo ridículo y vergozoso que hay en la larga historia de la Iglesia, al tiempo que se nos pasa inadvertido el problema de fondo, el enorme e irresuelto problema, que vino a plantear (a la Iglesia y su teología) aquel cisma.

Se trata, en efecto, de un problema de enorme actualidad. Porque lo que el “Gran Cisma” planteó fue nada menos que el problema que consiste en saber quién tiene (o debe tener) el poder supremo y la responsabilidad última en el gobierno de la Iglesia. Un asunto que, por más extraño que parezca, a estas alturas está sin resolver, si hablamos de ello desde el punto de vista de la teología (y de la fe), por más que jurídicamente esté resuelto a favor del poder del papado.

Me explico. Lo que la historia de los papas de Aviñón planteó es que, un buen día, la Iglesia se encontró con dos papas. Y, a partir de junio de 1409, con tres. Nadie sabía, ni podía saber, si había o no había papa en la Iglesia. Y si lo había, quién era el verdadero, ya que los tres reclamaban para sí el poder supremo. ¿Conclusión? Un autor del tiempo, Thierry de Niem, la dedujo de inmediato: “En esta Iglesia y en su fe, se puede salvar cualquier ser humano, por más que en el mundo entero no se pueda encontrar papa alguno”.

Ahora bien, estando así las cosas, urgía buscar una solución. El Papado no podía darla. La salida del atolladero no se podía encontrar nada más que en el Episcopado. Y así se hizo: se convocó el Concilio de Constanza (1414-1418) que afirmó que el poder supremo en la Iglesia está en el Concilio General, es decir, en el Episcopado, al que se tenía que someter incluso el papa. Así pues, los tres presuntos papas quedaron depuestos y se puso uno nuevo.

Esta misma solución fue reafirmada, en 1431, en el Concilio de Basilea. De donde surgió la teología del “Conciliarismo”. Pero sabemos que el Papado no podía tolerar una situación así por mucho tiempo. De ahí que, en 1439, el Concilio de Florencia definió taxativamente: “La Santa Sede Apostólica y el Romano Pontífice tienen el primado sobre la Iglesia universal”.

Pues bien, después de estos hechos, lo que quedó claro es que el Papado tiene el poder supremo en la Iglesia. Pero no sólo el Papado. También el Epicopado es sujeto de suprema potestad, como lo reconoció y lo afirmó el Concilio Vaticano II (LG 22). Pero, entonces, ¿qué relación tiene que existir entre ambos sujetos de poder? El Vaticano II no pudo dar respuesta a esta pregunta. Y lo que ocurrió es que lo que “teológicamente” no quedó resuelto por el Concilio, el papa Juan Pablo II lo resolvió “jurídicamente” mediante el Código de Derecho Canónico (can. 331; 333, 2; 337).

El hecho es que todo el régimen y funcionamiento de la Iglesia está construido sobre una “eclesiología incompleta”. No sólo por lo que acabo de explicar sobre el papel del Episcopado, sino algo más radical: ¿qué papel, qué derechos y qué deberes tiene en todo este asunto el Laicado, la “Comunidad de los creyentes”? Nos queda mucho camino por andar. Y sobre todos recae la responsabilidad de buscar, con libertad y responsabilidad, cómo tiene que organizarse y gtestionarse en la Iglesia el ejercicio del poder, para que sea un poder auténticamente evangélico, que dé respuesta a las apremiantes necesidades de nuestro mundo
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