viernes, 29 de noviembre de 2013

La Luz Tabórica...‏



En el siglo XIV, un monje calabrés, Barlaam, atacó a los hesicastas del monte Athos acusándoles de mesalianismo. Se fundaba para ello en su propia aserción de que éstos gozaban de la visión de la luz increada Pero, indirectamente, el monje calabrés rindió un gran servicio a la teología mística oriental, pues dio ocasión al gran teólogo Gregorio Palamas, arzobispo de Tesalónica, de defender a los hesicastas del monte Athos en el Concilio de Constantinopla (1341) y de elaborar una teología mística sobre la luz tabórica.

Palamas no tuvo dificultad en demostrar que en la Biblia se menciona a cada paso la luz divina y la gloria de Dios y que el propio Dios es llamado luz. Y aun más, disponía de una abundante literatura mística y ascética -desde los Padres del desierto a Simeón el nuevo teólogo- para demostrar que la deificación por el Espíritu Santo y las manifestaciones visibles de la gracia se distinguen por la visión de la luz increada o por emanaciones de luz. Para Palamas, escribe Vladimiro Lossky, "la luz divina es un dato de la experiencia mística. Es el carácter visible de la divinidad, de las energías por las cuales Dios se comunica y se revela a los que han purificado sus corazones" (1). Esta luz divina y divinizante es la gracia. La transfiguración de Jesús constituye, evidentemente, el misterio central de la teología de Palamas. La discusión con Barlaam giraba especialmente sobre este punto: la luz de la transfiguración, ¿era creada o increada? La mayoría de los Padres de la Iglesia consideraban la luz vista por los apóstoles como increada y divina. Palamas se dedicó a desarrollar este punto (2). Para él, la luz es propia de Dios por naturaleza, existe fuera del tiempo y del espacio y se hace visible en las teofanías del Antiguo Testamento. En el monte Tabor no se dio ningún cambio en Jesús, pero sí una transformación en los apóstoles; éstos, por la gracia divina, recibieron la facultad de ver a Jesús tal como es: cegador en su luz divina. Adán poseía también esta facultad antes de la caída, y será restituida al hombre en las postrimerías escatológicas. O sea, que la percepción de Dios en su luz increada está ligada a la percepción de los orígenes y del fin, al paraíso de antes de la historia y al eschaton que pondrá fin a la historia. Pero los que se hacen dignos del reino de Dios gozan desde ahora de la visión de la luz increada, como los apóstoles en el monte Tabor.

Por otra parte, y a propósito de la tradición de los monjes egipcios, Palamas afirma que la visión de la luz increada va acompañada de la luminiscencia objetiva del santo. "El que participa en la energía divina se convierte él mismo, de alguna manera, en luz; es unido a la luz y, mediante la luz, ve en plena conciencia todo lo que permanece escondido a aquellos que no han tenido esta gracia" (3).

Palamas se fundamentaba especialmente en la experiencia mística de Simeón el nuevo teólogo. En la Vida de Simeón, escrita por Nicetas Stéthatos, se encuentran algunas indicaciones particularmente precisas que conciernen a esta experiencia. "Una noche en que estaba orando y en que su inteligencia purificada se encontraba unida a la inteligencia primera, vio una luz en lo alto. De repente, esta luz pura e inmensa que provenía del cielo arrojó su claridad sobre él, alumbrándolo todo y produciendo un esplendor parecido al día. Parecía que la casa y la celda donde se encontraba se habían desvanecido, pasando a la nada en un abrir y cerrar de ojos; que el mismo se encontraba arrebatado por los aires y había olvidado enteramente su cuerpo... ". En otra ocasión, "allá arriba, en lo alto, comenzó a brillar una especie de luz de aurora [...]; esa luz se acrecentó poco a poco, iluminando el aire cada vez más, y él se sintió como liberado de su cuerpo y de las cosas terrestres. Y como esta luz, que continuaba brillando cada vez más, hasta convertirse en un sol en el resplandor del mediodía, se posase sobre él, pudo darse cuenta de que él mismo era el centro de la luz; y se llenó de gozo y de lágrimas por la dulzura que desde tan cerca embargaba todo su cuerpo. Y vio la luz unirse a él de una forma increíble, penetrando poco a poco en su carne y en sus miembros [...]. Vio, pues, cómo esta luz acababa por invadirle por completo, hasta llenar su corazón y sus entrañas, hasta convertirle en fuego y luz. Y como le acababa de ocurrir respecto a la casa, también perdió el sentido de la forma, de la actitud, del espesor y de las apariencias de su propio cuerpo" (4).

Esta concepción se conserva hasta el presente en las Iglesias ortodoxas. Citaré, como ejemplo de irradiación corporal, el célebre caso de San Serafín de Sarov (comienzos del siglo XIX). El discípulo que más tarde consignó las "revelaciones" del santo cuenta que le vio una vez tan brillante, que le era imposible mirarle. Y que exclamó: "No puedo miraros, Padre; vuestros ojos proyectan destellos, vuestra cara se ha hecho más resplandeciente que el sol y yo me encuentro mal a fuerza de miraros". Serafín comenzó entonces a orar, y el discípulo consiguió contemplarle. "Os miro y quedo embargado de un piadoso miedo. Imaginad, a pleno sol, en el fragor de sus resplandecientes rayos de mediodía, la cara de un hombre que os habla. Veis el movimiento de sus labios, la expresión cambiante de sus ojos, escucháis su voz, sentís sus manos en vuestros hombros, pero no veis ni las manos ni el cuerpo de vuestro interlocutor; solamente la luz resplandeciente que se propaga hasta algunas toesas alrededor, alumbrando con su resplandor el prado cubierto de nieve y los copos blancos que no dejan de caer" (5). Sería apasionante comparar esta experiencia del discípulo de San Serafín con el relato que hace Arjuna, en el capítulo XI del Bhagavad-Gitâ, sobre la epifanía de Krishna.

Recordemos también que Sri Ramakrishna, contemporáneo de San Serafín de Sarov, se mostraba a veces luminoso o como rodeado por llamas. "Su cuerpo parecía todavía más alto y tan ligero como un cuerpo visto en sueños. Se iba haciendo luminoso, el color moreno de su cuerpo tomaba un tinte muy claro [...]. El color ocre de su vestidura se confundía con el resplandor de su cuerpo, y podía creérsele rodeado de llamas" (Saradananda, "Sri Ramakrisbna, the Great Master", trad. inglesa, segunda edición revisada, p. 825).

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