viernes, 29 de noviembre de 2013

Homilía del Obispo Juan de Saint Denis sobre la fiesta del 8 de Septiembre‏

 
NATIVIDAD DE LA VIRGEN
De la Tradición, la Resurrección
y la solidaridad humana 
 
                        Lectura:  Proto-Evangelio de Santiago
 
            "En el día solemne del Señor, Ana, en el colmo de la aflicción, se quitó sus vestiduras de duelo, se vistió con sus vestidos de boda y, hacia la hora nona, descendió a pasearse por el jardín.  Vio un laurel, se sentó bajo sus ramas, y se puso a invocar al Todopoderoso: ‘Dios de mis padres, bendíceme, escucha mi súplica, como Tú bendijiste a Sara en sus entrañas y le diste a su hijo Isaac’.  Y levantando los ojos al cielo vio en el laurel un nido de pájaros, y se puso a gemir nuevamente, diciéndose a sí misma: ‘¡Piedad de mí!  ¿A qué me pareceré?  Ni siquiera a los pajaritos del cielo, porque los pájaros del cielo son fecundos ante Tí, Señor.  ¡Piedad de mí!  ¿A qué me pareceré, pues?  Ni siquiera a esta tierra que aquí ves, porque esta tierra da fruto a su tiempo, y Te bendice, Señor’".
            Ahora bien, he aquí que un ángel del Señor se le apareció y le dijo: "Ana, Ana, el Señor ha oído tu queja.  Concebirás, engendrarás, y se hablará de tu progenitura por toda la tierra".  Ana respondió: "¡Tan cierto como que vive el Señor mi Dios, si doy a luz a un hijo, o a una hija, lo consagraré al Señor, Mi Dios, para que Le sirva todos los días de su vida!".
            Y he aquí que llegó Joaquín, su esposo, con sus rebaños.  Ana, que se encontraba parada en el umbral, corrió hacia él y le dijo: "Ahora sé que el Señor me ha colmado de bendiciones, porque estaba como viuda, y no lo estoy más;  yo era estéril, y mis entrañas van a concebir".  Y fue la primera noche que Joaquín descansó en su casa.
            Luego, cumplidos los nueve meses, Ana dio a luz y le preguntó a la comadrona:  "¿Qué es lo que he dado a luz?”  Esta le respondió: "Una hija".  Ana prosiguió: “¡En este día mi alma fue glorificada!", y acostó a la criatura.  Después de cumplirse los días establecidos, “ella se levantó, se lavó, le dio el pecho a su criatura, y la llamó María”.
            La Iglesia llama "la primera fiesta del año" a la fiesta de la Natividad de la Virgen, porque anteriormente el año comenzaba el primer día de septiembre, y no el primero de enero.  Esto me parece más lógico; nosotros comenzamos nuestra actividad más bien en otoño que a mediados del invierno.  Esta fiesta de la Nueva Alianza está casi olvidada, esfumada en el mundo occidental de nuestros días.  La Inmaculada Concepción, es decir la concepción inmaculada de la Virgen por Ana, su madre, se amplificó considerablemente, mientras que el nacimiento de la Virgen casi no se festeja más.  Y sin embargo es ella quien abre el ciclo de las grandes fiestas de la Encarnación del Cristo.
            La infancia de María, así como sus últimos días en la tierra, no son relatados por ninguno de los cuatro evangelios, ni por los Cánones de las Santas Escrituras.  ¿Cómo conocemos, entonces, los detalles de su nacimiento, de su entrada en el templo, de las circunstancias de su vida desde el comienzo hasta el día de la Anunciación?  En primer lugar, por esa palabra que los hombres exteriores no conocen, pero que los hijos de la Iglesia oyen: la Tradición.  De esta Tradición Nuestro Señor dice: "Todos vosotros sabéis, amigos míos, y yo lo repito a menudo, que si reuniéramos la totalidad de lo que la Iglesia ha anunciado y escrito, no sería sino una gota de agua en el océano de su enseñanza tomada en su plenitud”.  Pero, además de esta tradición oral, no develada, poseemos algunos documentos, el más conocido de los cuales es el Proto-Evangelio de Santiago.  Era leído en Francia y en Bizancio hasta alrededor del siglo VII en las fiestas de la Virgen.  El texto que tenemos hoy, y que cuenta la juventud de María, es del siglo IV;  presumimos que es una compilación de tres o cuatro manuscritos más antiguos.  Aparte de este Proto-Evangelio de Santiago, existen los que llamamos los Apócrifos, que nos dan detalles sobre la natividad de la Madre de Dios.  No voy a repetir lo que habéis oído hoy en esta lectura de los pasajes del Proto-Evangelio de Santiago sobre la venida al mundo de la Virgen.
            ¿Cuál es el sentido de este misterio?  ¿Por qué festejamos esta natividad?  Ciertamente porque María se convirtió en la Madre de Nuestro Dios.  Pero esta fiesta tiene diversos aspectos, y yo querría insistir en uno de ellos, el de la Resurreción.
            En efecto, leemos en la Biblia estas cosas extrañas: que las grandes mujeres, las madres de los grandes seres, a menudo fueron estériles _Sara, Rebeca, Raquel, la madre de Sansón . . ._.  Ana fue estéril durante mucho tiempo, hasta su vejez, y es recién entonces, cuando ya había perdido toda esperanza porque en cierta manera la naturaleza ya estaba debilitada, como una tierra árida, en ese momento, la Bendición divina produce algo análogo a la transfiguración del mundo y a la Resurrección.  Ana se volvió fecunda como los mortales se volverán inmortales, como las cosas corruptibles se volverán incorruptibles.  A través de esta serie de hechos, desde Sara hasta la madre de María, Dios prepara a la humanidad para el segundo milagro de Su economía, la transfiguración y la resurrección de la naturaleza.  El proclama:  Lo que parece imposible es posible;  lo que parece estéril puede volverse fértil;  ¡lo que está muerto resucitará!  Ya lo veis, el nacimiento de la Virgen es el primer gesto de la Resurrección del Cristo, y de la resurrección universal.
            Pero esta natividad está precedida por una larga y dolorosa espera.  Joaquín y Ana no tenían hijos, y la esterilidad era un oprobio entre los judíos.  Para ese pueblo de Israel, siempre a la espera del Mesías, el nacimiento de una criatura era una de las más hermosas bendiciones.  Y he aquí que los justos, los íntegros, los sabios, los iluminados, Joaquín y Ana, alcanzaban la vejez sin descendientes.  ¿Es que Dios quería castigarlos?  ¿Quería Dios abandonarlos?  Ellos soportaban su calvario antes de la resurrección.  Pero María aparece, y la esterilidad reverdece y se convierte en fuente de vida, al igual que la tumba del Cristo.
            Los grandes acontecimientos, las resurrecciones, las transformaciones de las almas, de los pueblos y del mundo entero, se preparan a través de una larga paciencia.  En apariencia nada sucede, y todo se desarrolla como si el incrédulo tuviera razón.  Anunciamos la Segunda Venida del Cristo, la resurrección, la transfiguración del universo, y los siglos pasan.  ¿Se necesitará un millón de años?  Tal vez.  ¿Dos días?  No sé.  Tenemos la impresión de que la promesa divina se aleja, desaparece;  y esto hasta un punto tal que los racionalistas pensaban, al leer las Santas Escrituras y el Evangelio, que Nuestro Señor y Sus apóstoles estaban persuadidos de que todo se cumpliría antes de su muerte.  Jamás dijeron esto.  Pero, aquél que cree y espera sabe que la transfiguración y la resurrección pueden producirse mañana, en un segundo, o en mil años . . .
            ¿Por qué quiere Dios esta espera?  ¿Por qué Joaquín y Ana debían llegar a una edad avanzada --setenta, u ochenta años-- como Sara?  ¿Por qué nosotros los cristianos somos el hazmerreir del mundo cuando hablamos de resurrección universal o de transfiguración, y por qué aquéllos que están afuera pueden clamar: "Anunciad, afirmad, repetid, ¿qué prueba tenéis?".  ¿Mañana?  ¡Y los milenios se suceden!  ¿Por qué esta prueba terrible?  ¿Por qué hay que golpear para que Dios abra;  combatir, buscarlo para encontrarlo?  Pero, y sobre todo, ¿por qué un sufrimiento tan pesado es impuesto más a los justos que a los pecadores?  ¿No podrá el Todopoderoso manifestarse rápidamente, y dejar un cierto consuelo?
            La respuesta está en el dogma de la comunión de los santos.  Joaquín y Ana, Isaac y Rebeca, Abraham y Sara, todos los justos de la tierra, son duramente probados por Dios, no sólo para dar un ejemplo de valor a los demás, sino porque representan a la humanidad y la recapitulan.  Al aproximarnos a Dios, nos aproximamos a nuestros hermanos, y al aproximarnos a ellos tomamos sobre nosotros su pesada carga.  La humanidad antigua suspiró tanto tiempo por el Cristo; Joaquín y Ana esperaron tanto tiempo el nacimiento de María;  desde hace tanto tiempo esperamos la transfiguración de todas las cosas, porque aquéllos que perseveran, llenos de esperanza, van hacia Dios, llevan sobre sus espaldas a todos aquéllos que han perdido la fe.  No son sólo Joaquín y Ana los que engendraron a la Virgen, sino nosotros por ellos, los difuntos y los vivos, los hombres alejados y los que están cerca de Dios.  En ellos la humanidad fue escuchada y se le otorgó;  golpeó, y el Señor abrió;  pidió y recibió.
            Si este domingo no hubiese sido la fiesta de la Natividad de la Virgen, hubiéramos leído el Evangelio de los diez leprosos --que representan la totalidad del mundo-- sanados por el Cristo.  Nueve se fueron sin agradecérselo, sólo el décimo volvió para darle gracias.  Amigos míos, seamos ese décimo leproso, y bendigamos a Dios porque hemos sido escuchados y colmados.  ¿Cuál es el don insigne y la sanación que nos han sido dados?  María.  Ella es el producto y la flor del pasado, del presente y del futuro.  Ya no somos áridos, porque hemos puesto en el mundo al Templo del Señor, la Reina de los cielos, la Perfección de la criatura.  Que nadie se atreva más a decir que es un inútil, o que ha fracasado en la vida.  El hombre puede colocarse ante la Faz de su Maestro y Señor, la Divina Trinidad, y decirle: "Dios mío, soy pecador, pero gracias a nuestra esperanza, nuestra prueba, nuestra fe, podemos ofrecerte la carne de nuestra carne, la sangre de nuestra sangre, el espíritu de nuestro espíritu, el alma de nuestra alma:  María la Virgen.  He aquí nuestra ofrenda incomparable".  Y Dios, contemplando esa obra de arte, puede respondernos: "Yo vengo hacia vosotros, Me convierto en uno de vosotros". 
            A El alabanza y gloria.  ¡Amén!

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