En
el segundo domingo de la cuaresma se honra a Gregorio Palamás (+1358),
arzobispo de Tesalónica, cuya santidad fue declarada en 1368. La
institucionalizació n de esta conmemoración constituyó una afirmación de
la enseñanza de este santo sobre la santificación del ser humano por su
participación de la gracia divina increada, y no de la esencia divina,
así como fue definido en los dos concilios reunidos al respecto en
Constantinopla en 1341 y 1351.
Las
razones históricas que motivaron tal definición de nuestra fe se
encuentran en el enfrentamiento de San Gregorio con el racionalismo de
los cristianos de occidente, especialmente de un monje italiano llamado
Barlaam, y también de unos griegos occidentalizados. Barlaam pretendía
que a Dios se llega a través de la razón. Palamás afirmaba que la razón
sola no puede abrazar a Dios, y que es necesaria una santidad de vida,
la purificación del ser humano por el ascetismo.
La
enseñanza que adoptó la Iglesia por Palamás, y que sumaba toda la
tradición de la Iglesia , se resume en base a dos criterios: la
refutación del dualismo alma-cuerpo y la distinción entre esencia divina
y energías divinas. Como consecuencias de estos dos criterios son, por
una parte, la posibilidad dada a la totalidad de la persona humana, y no
solamente a la razón, de participar de la gracia de Dios, desde ahora y
desde esta vida; y por otra parte, la necesidad de una purificación
previa para llegar al conocimiento de Dios y la comunión con Él.
Con
respecto al primer criterio, Palamás no aceptó la existencia de un
dualismo entre alma y cuerpo, como lo admitía Barlaam, y antes de él la
filosofía griega. Por su racionalismo, Barlaam menospreciaba al cuerpo, y
en consecuencia, a la materia. El error de los que destruyeron los
íconos y de los que creyeron en la razón solamente es que ambos
consideraban que hay un conflicto entre el alma y el cuerpo. En cambio,
nosotros creemos en la unidad del ser humano y respetamos al cuerpo por
haber sido tomado por el Verbo de Dios en Su encarnación. Por ello,
refutamos la separación entre cuerpo y alma, entre el elemento racional y
el elemento corporal. He aquí la consecuencia: esto es lo que creemos
cuando comulgamos los Preciosos Dones para la santificación del
alma y del cuerpo; cuando confesamos en el Credo que resucitaremos,
alma y cuerpo, en el día de la Segunda Venida en la gloria; cuando
ungimos con el Santo Míron el cuerpo y no solamente el alma; esto es lo
que pasó cuando el Señor se transfiguró en el monte Tabor y la luz de la
divinidad emanó de Su rostro y de Su cuerpo, o cuando el Señor apareció
a sus discípulos después de la resurrección con su cuerpo glorificado.
Y,
con respecto al segundo criterio, Palamás hizo una distinción entre la
esencia divina y las energías divinas. Según la fe de nuestra Iglesia,
la gracia de Dios no es Su esencia, pero sí, sus energías. Esencia y
energías son ambas increadas, divinas. La esencia no es participativa de
parte de la creatura, sino el hombre sería Creador como Dios, mientras
que es Su criatura. En cambio, las energías son participativas de parte
de la criatura. La distinción entre esencia y energías no implica
división en Dios, sino que Dios está enteramente presente en su esencia
incomunicable y también en sus energías que lo manifiestan y son
accesibles a sus criaturas. Esto significa que cuando la Gracia de Dios
more en nosotros, tendremos lo que Dios tiene, excepto el
atributo de Creador. Por consiguiente, lo que santifica al hombre
proviene necesariamente de Dios, increado y divino como Él, y
participativo de nuestra parte, sin que sea Su propia esencia.
Esta
gracia nos eleva por encima de las pasiones humanas, estado al que
podemos acceder ya desde esta vida. Ésta es la santificación que
expresaron los Padres de la Iglesia y que Palamás enseñó conforme a toda
la tradición anterior a él. Esta santificación es posible desde ahora,
por la propia palabra del Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre
está en mí y yo en él” (Jn 6:56), y “Si alguno me ama, guardará mi
palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada”
(Jn 14:23). Desde ahí la consecuencia: “Bienaventurados los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5:8). Es decir que el
conocimiento de Dios es imposible sin la purificación, sin la práctica
de la virtud, porque este conocimiento no es
independiente de la purificación y de la liberación de nuestras
pasiones; ni proviene de los estudios sino de la pureza; tampoco es un
tema racional sino una comunión de todo el ser humano. La perspectiva
ortodoxa estipula que la experiencia del ascetismo es esencial para ver a
Dios.
Si
el lugar de la materia en la vida espiritual nos empujó a la veneración
de los íconos, también el lugar del cuerpo en la vida espiritual lo
vivimos en el ayuno que resucita al alma y al cuerpo en Cristo. Por
ello, el ascetismo aparece como si fuera una confesión dogmática sobre
la manera de lograr la santificación de todo el ser humano. La
pacificación de las pasiones y su redirección hacia la comunión con Dios
resulta en que el cuerpo será el templo del Espíritu Santo.
Por
haber practicado esta senda, los santos llegaron a la comunión con
Dios, y a ser transfigurados desde esta vida reflejando la luz increada,
y no la luz solar. Aún más, sus reliquias fueron depositarias de la
gracia de Dios, cuya prueba se revela por los milagros que se
manifestaron a través de ellas.
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