"¿Porqué nosotros seres humanos estamos
aquí en la tierra?" me preguntó hace poco un viejo amigo. Por supuesto
contesté "Para alabar, amar y servir a Dios, y mediante ello salvar..."
El me interrumpió -"No, esa no es la respuesta que deseo," dijo. "Lo
que quiero decir es que antes de venir a la existencia, yo no era, y yo
no corría ningún peligro. Ahora que existo estoy seriamente expuesto al
peligro de perder mi alma. ¿Por qué me fue dada, sin mi consentimiento,
esta existencia peligrosa la cual, una vez dada, ya no puedo rechazar?"
Expresada de esta manera, la pregunta es
seria porque echa una duda sobre la bondad de Dios. Ciertamente es Dios
quien da la vida a cada uno, y de ese modo nos coloca frente a la
elección de la cual no nos podemos librar, entre el escarpado y estrecho
camino al Cielo y la ancha y fácil ruta al Infierno (Mt.VII, 13-14).
Ciertamente los enemigos de la salvación de nuestras almas, el mundo y
la carne y el Diablo, son peligrosos porque el triste hecho es que la
mayoría de las almas caen al Infierno al final de sus vidas en la tierra
(Mt. XX, 16). ¿Entonces como puede ser justo para mi encontrarme en tal
peligro sin ninguna elección de parte mía?
La respuesta es ciertamente que si el
peligro no fuere de ninguna manera por mi propia culpa, entonces
verdaderamente la vida podría ser un regalo envenenado. Pero si, a
menudo, el peligro es en buena medida por mi propia culpa, y si el
mismísimo libre albedrío que cuando mal usado me puede hacer caer en el
Infierno, también cuando bien usado me puede llevar a una eternidad de
felicidad inimaginable, entonces no sólo la vida no es un regalo
envenenado, sino que es la magnífica oferta de una gloriosa recompensa
fuera de toda proporción en comparación con el esfuerzo relativamente
liviano que me habrá costado en la tierra el haber evitado el peligro
haciendo buen uso de mi libre albedrío (Is.LXIV,4).
Pero el interrogador podría objetar que
no es culpable por la existencia de ninguno de estos tres enemigos de su
salvación:--"El mundo
que nos incita a la mundanalidad y a la concupiscencia de los ojos nos
rodea totalmente de la cuna a la tumba, y sólo se puede escapar de él a
la muerte. La debilidad de la carne va con el pecado original y se remonta a Adán y Eva ¡Ahí no estaba yo entonces! ¡El Diablo también existía mucho antes de que yo naciera, y está desenfrenado en estos tiempos modernos!"
A lo cual uno puede responder que los tres enemigos están demasiado ligados a nuestra propia culpa. En cuanto al mundo,
tenemos que estar en él, pero no tenemos que ser de el mundo
(Jn.XVII,14-16). Depende de nosotros o amar las cosas de este mundo o
preferir antes que a ellas las cosas del Cielo ¡Cuántas oraciones en el
Misal piden por la gracia de preferir las cosas del Cielo! En cuanto a
la carne, cuanto más
huyamos de su concupiscencia dentro nuestro, más desaparece su aguijón,
pero ¿quién de nosotros puede decir que por ninguno de sus propios
pecados personales no ha reforzado la concupiscencia y el peligro en
lugar de disminuirlos? Y en cuanto al Diablo,
su poder para tentar está estrictamente controlado por Dios
Todopoderoso y las propias Escrituras de Dios nos
garantizan que Dios nos da la gracia necesaria para vencer las
tentaciones que permite (I Cor.X,13). En breve, lo que San Agustín dice
del Diablo aplica también al mundo y a la carne -son como un perro
encadenado que puede ladrar pero no morder a menos que uno elija
acercarse demasiado.
Así es que hay verdaderamente un grado
ineludible de peligro espiritual en la vida humana, pero depende de
nosotros, con la gracia de Dios, controlar ese peligro, y la recompensa
está mas alla de este mundo y de todo lo que pueda imaginar (I
Cor.II,9).
No hay comentarios:
Publicar un comentario